En esta ocasión cedo la palabra a Rolando Cordera Campos, quien ha venido publicando en La Jornada una serie de análisis sobre las reformas que ha sufrido este país en los últimos 25 años, con el título de: “Cambio y riesgo en la globalización: reformar las reformas”. Creo que su lectura nos ofrece, de manera muy sintética, un panorama muy claro de los efectos del cambio sobre nuestro país.Con motivo de las próximas elecciones presidenciales los contendientes tendrán que ocuparse tarde o temprano del inventario de lo que ha ocurrido con este país en los pasados 20 años. Discutir el diagnóstico es el primer paso para aspirar a un acuerdo racional y si se puede nacional sobre el curso futuro de nuestra economía política. Desde el centro-derecha que se forma en torno a Felipe Calderón o desde la izquierda que Andrés Manuel López Obrador quiere centrista, tendrán que venir respuestas y propuestas a un reclamo fundamental que se hace, con los días, exigencia airada de empresarios, trabajadores, jóvenes y viejos por igual: México tiene que recuperar el crecimiento extraviado hace dos décadas y el Estado debe encontrar la forma de distribuir las cargas y los beneficios de ese crecimiento, de conformidad con las promesas igualitaristas y de equidad que son propias de toda democracia moderna. No hay escape ni fuga hacia delante ante este dilema, salvo a costos políticos enormes que no harán sino erosionar más nuestros frágiles tejidos de entendimiento comunitario.
Riesgo y cambio es la pareja que articula nuestras transiciones. Vale la pena tensar la memoria y ver atrás aunque sea esquemática y apretadamente.
El estallido de la crisis de la deuda externa en 1982 fue visto como el final de una etapa en la historia del desarrollo mexicano. No sólo en lo económico, sino también en lo político y en lo social, el país ha sufrido a partir de entonces mutaciones enormes, para bien y para mal. Como se recordará, en los primeros momentos después de la crisis de la deuda externa la emergencia imperaba. De lo que se trataba, a decir del presidente Miguel de la Madrid, era "evitar que el país se nos fuera de entre las manos".
Para ello, el gobierno sometió a la sociedad y su aparato productivo ya decaído, pero todavía prácticamente intacto y en parte remozado gracias al auge petrolero anterior, a un ajuste externo y fiscal draconiano que tenía como objetivo principal y casi único crear el excedente necesario para continuar pagando la deuda y, de esta manera, poder retornar pronto a los mercados internacionales financieros. Así, se decía, México retomaría el crecimiento que entonces se perdía como resultado de la crisis financiera y de una abierta decisión de Estado. La estrategia no rindió los frutos esperados y más bien se convirtió en una "política económica del desperdicio".
Fue ante el fracaso de estas recetas convencionales que empezó a surgir la idea del cambio estructural que debía estar dirigido a volver al país capaz de adaptarse e inscribirse en los portentosos cambios del mundo, que adquirieron velocidad de crucero al desplomarse el sistema bipolar. Fue en ese tiempo que irrumpió el reclamo democrático a escala internacional, y se intensificó la búsqueda de los caminos más rápidos y expeditos para recuperar el tiempo perdido, así como reencontrar la vía del mercado y del capitalismo que se había bloqueado en buena parte de Europa y Asia, pero también en América Latina y África.
Así sonaba, al menos, el relato en buena medida inventado por los ganadores, que luego se tornaría una auténtica leyenda negra del desarrollo anterior, y en nuestro caso del crecimiento y la industrialización dirigidos por el Estado surgido de la Revolución Mexicana. Era la Primavera de los pueblos, de la globalización y del mercado.
Todo se volvió reforma para la globalización y el llamado Consenso de Washington lo codificó en discurso y receta universal, que habrían de declamar por igual checos y polacos, rusos y mexicanos, peruanos y brasileños.
Muchas reformas se hicieron para globalizar a México. Todas ellas modificaron más o menos radicalmente las relaciones del Estado con el resto de la sociedad y con el nuevo orden global que emergía. La reforma política alcanzada casi al final del siglo y del ciclo posrevolucionario, junto con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993, coronaron estos empeños.
La economía y la política responden ahora a otros códigos, y si bien sus imperfecciones e ineficiencias pueden todavía atribuirse a los ecos del viejo régimen, que vive y colea sin duda, en lo fundamental deben entenderse como fallas y defectos de los nuevos arreglos: fallas del mercado, pero también fallas de un Estado que no acaba de definir su perfil ni ha dado lugar al surgimiento de un nuevo orden democrático que le dé sentido y coherencia a tanto cambio.
La primera reforma, que arranca en 1985 en medio de la crisis económica y de los efectos del sismo que abatió al país ese año, buscó redimensionar el sector público y redefinir el papel del Estado en la economía. De ella emanaron las drásticas y apresuradas revisiones de la política de protección comercial y las privatizaciones, la reprivatización bancaria, las nuevas reglas de apertura a la inversión extranjera directa y la reforma del artículo 27 de la Constitución para liberar la tierra ejidal y comunal. Bajo el credo de la reforma económica, se quiso justificar el retraimiento de la inversión pública que ahora todos lamentan, incluso quienes soñaban con una economía donde todo quedara a cargo del mercado y de la inversión privada, por definición y canon, siempre más eficiente y racional que la pública.
La segunda reforma apuntó a los tejidos políticos del Estado posrevolucionario y pretendió llevar a éste a una nueva etapa: a una democracia representativa que pudiese recoger la pluralidad social e ideológica y diese un cauce productivo y renovador a los conflictos y pugnas distributivas y por el poder que son propias de las sociedades complejas. Evadir el "México bronco" del que habló Reyes Heroles y darle un sentido progresivo a su socorrida frase de que "el que resiste apoya".
Pero llegó la alternancia y mandó a parar. Debía haber quedado claro que las reformas no habían considerado sus graves implicaciones secundarias ni observado una secuencia congruente con las dislocaciones estructurales, sociales y regionales que inevitablemente propiciarían, pero en vez de ello el gobierno del cambio creyó que el éxito económico y político del año 2000 podía perpetuarse.
El presidente Fox hizo bien en reconocer en una entrevista con Joaquín López Dóriga que antes de él siempre sí había historia. Ya era hora, pero sus dichos de campaña, que se extendieron a lo largo de su gobierno, mucho daño hicieron al entendimiento político que tanto requería su gestión para ser la auténtica inauguración de un nuevo régimen.
No se puede andar por el país y el mundo proclamando que se vive el año cero de la República ("los 70 años perdidos"), y luego lamentar los efectos de tal despropósito y echarle la culpa al Congreso ¡por no aprobar la continuación de unas reformas decididas y hasta impuestas por el "viejo régimen"! El resultado está a la vista: una economía en estado de hibernación, cuotas impresentables de pobreza y concentración de la riqueza y el ingreso, y un sistema de partidos que no ha podido generar una vida parlamentaria productiva en términos de políticas, leyes y cooperación pluralista. Al desplomarse el centro del presidencialismo autoritario y no encontrar un sucedáneo efectivo en un presidencialismo democrático, el sistema político se debate en la indefinición y ha caído en un paréntesis corrosivo de la vida pública, acosada por la emergencia sin concierto de todo tipo de pugnas distributivas, por una lucha descarnada por el poder y por discursos inspirados en la antipolítica: descalificación a ultranza de los partidos; promoción a diestra y siniestra de convocatorias oligárquicas; reducción del debate a un concurso de personalidades; sustitución del análisis y la reflexión discursiva por la encuesta y la mercadotecnia; negación del derecho amparada en la exaltación de la justicia; sometimiento de la justicia social so pretexto del estado de derecho. Lo peor: relegamiento del desarrollo al último lugar de la agenda pública.
El curso reformista tiene que ser sometido a un examen riguroso y sin concesiones. Toca hacerlo a los aspirantes a presidir el país a partir del año entrante, pero queda a los intelectuales y a los medios de información, así como a las organizaciones de la sociedad civil, hacer de esta necesidad una exigencia perentoria, una condición de existencia y ampliación de la democracia mexicana.
Reformar las reformas no significa revertirlas, más bien revisarlas. El costo de intentar lo primero, que hoy cultivan algunos entusiastas del cambio total, es muy alto y su resultado más probable sería un fracaso sin regreso.
Lo anterior viene al caso si se atiende a lo alcanzado en 20 años de cambio estructural globalizador: México se volvió un gran exportador de manufacturas pesadas y semipesadas, un poderoso productor y exportador automotriz y electrónico y, en conjunto, sus ventas al exterior se multiplicaron por cinco y superó su dependencia de las ventas foráneas de crudo. En ese lapso el país recibió montos considerables de Inversión Extranjera Directa (IED), se volvió uno de los tres principales socios comerciales de Estados Unidos y apareció en la escena comercial mundial como un nuevo y atractivo jugador de grandes ligas.
Por su lado, la reforma política rindió frutos importantes. En medio de la violencia política del fatídico 1994, la democratización avanzó con rapidez a partir de ese año, propició la derrota del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y el primer gobierno electo de la capital quedó en manos de Cuauhtémoc Cárdenas, pionero del cambio democrático mexicano. También se levantaron las compuertas a un federalismo siempre contenido por el poder central y empezó una regionalización y descentralización feroz, casi salvaje, que, sin embargo, se ha convertido en una fuente decisiva del poder político dentro del Estado nacional.
No se exagera si se propone que el federalismo será el locus principal de la política democrática del futuro. También lo será de los nuevos desarrollos de la estructura productiva, que para expandirse necesita combinar especialización con diversificación.
Al final del siglo XX, la reforma fue el cauce de una alternancia pacífica en la presidencia de la República, que se combinó con una notable estabilidad financiera, un tipo de cambio bajo control, una inflación a la baja y un crecimiento económico que por primera vez en casi 20 años llegó a una tasa superior a 6 por ciento anual. Economía abierta y democracia creíble hacían del cambio globalizador mexicano una realidad pujante al final del siglo XX.
Empero, el crecimiento se esfumó a partir de entonces y la economía se ha arrastrado en lo que va del nuevo siglo. El saldo de la primera presidencia de la alternancia será de casi nulo crecimiento económico y el "mal empleo", que une el desempleo con las ocupaciones informales de baja o nula productividad, se habrá apoderado del panorama social de la sucesión presidencial.
La migración de jóvenes educados a Estados Unidos y la opción por la "otra salida" de otros cientos de miles, rumbo a la criminalidad, reduce nuestro crecimiento potencial y desafía la consolidación democrática y el Estado de derecho. La desigualdad social y cultural cierra este círculo que muchos ven como vicioso y sin salida.
Uno tras otro, los veredictos de la globalidad, resumidos en los reportes sobre la competitividad o las destrezas del capital humano, nos reprueban. Caemos en la liga de las exportaciones y perdemos espacio de mercado donde tenemos tratados de libre comercio; nuestras fortalezas productivas menguan, como el caso automotriz, y las defensas oficiales de la apertura globalizadora caen en la modorra de un librecambismo decimonónico.
Las tribulaciones del socio mayor, que son las de la globalización, no son entendidas ni asumidas, y se impone la necedad de que "no hay más ruta que la nuestra". En el momento en que más de medio mundo descubre y pone a prueba la posibilidad de hacer camino al andar.
Durante el gobierno del cambio, la reforma política desembocó en casino electoral y los políticos se volvieron sujetos tributarios de las grandes empresas de la información electrónica de masas. La solidez del régimen electoral contrasta con la frivolidad que reina en la política.
Mal empiezo para la segunda alternancia, que ni a circo de tres pistas llega a pesar del ramillete de candidaturas y las coaliciones por venir. Sin crecimiento y con una política de cuchilleros en la que las primeras víctimas son los cuadros contendientes dentro de los partidos, el país vive horas inciertas. La tregua navideña propuesta por el IFE no nos convierte en "totalmente Palacio".
Notas publicadas originalmente en La Jornada, 6, 13 y 21 de noviembre de 2005.