miércoles, abril 16, 2008

Los seguidores del Peje

En un post reciente (ver aquí) comentaba yo que habría que analizar el fenómeno del caudillismo del Peje que provoca que literalmente millones de compatriotas lo sigan en lo que para mí son desvaríos, mesianismos y ocurrencias varias. Desde luego, entre esos millones de personas están muchos amigos, familiares y conocidos míos, además de algunos de los intelectuales más lúcidos de este país.
Y justamente hoy, en El Universal, Mauricio Merino, politólogo y ex-consejero del IFE (cuando éste era una institución respetable), publica el siguiente artículo que, me parece, aclara en mucho esa cuestión. Va:

¿Qué motivos tienen los seguidores de López Obrador para acompañarlo? Especulo: en algunos casos, la convicción de estar contribuyendo a impedir la privatización del petróleo; en otros, la lealtad y las historias políticas compartidas; en muchos más, la pertenencia y la identidad con un grupo, una bandería o un lugar de trabajo, más 150 pesos. Pero en la mayoría, creo que se trata del puro gusto de participar en un movimiento iconoclasta y reactivo, que expresa su hartazgo con el entorno que le rodea. Como diría Luis Buñuel: nomás por joder.
Frente a esas poderosas razones, el discurso institucional que se opone a las estrategias ideadas por el movimiento de López Obrador no causa la menor mella en sus partidarios, y más bien tiende a consolidarlo. Si antes fue víctima del desafuero orquestado por el gobierno de Fox, ahora es la cabeza de una inconformidad que tomó al petróleo (como hubiese tomado cualquier otra causa) para ponerse en acción.
Ese movimiento no sólo quiere combatir la exclusión, sino organizar a los excluidos. El argumento central parece decir: ya nos quitaron todo, y ahora nos quieren quitar el petróleo. Y aunque sea impreciso, pues el petróleo no era de todos, el movimiento lo toma como un símbolo que ejemplifica y conmueve, mucho más de lo que puede explicar.
¿A quién le importa el “tesoro escondido”, si ese tesoro nunca ha estado al alcance de los jodidos? A los hijos de la Malinche, diría Octavio Paz, que son los hijos de la chingada; esa mujer violada por el poder, al que después se entregó con gusto: la madre colectiva de donde venimos. Quien haya diseñado esa campaña nunca leyó tampoco a Samuel Ramos: mientras más riqueza anuncian los poderosos, más amenazante se vuelve para la gran mayoría de los mexicanos.
¿Qué edades tenían o dónde estaban durante el sexenio de López Portillo, cuando íbamos a administrar la abundancia y acabamos ahogados en excesos y corrupción? La inconformidad con la reforma energética no tiene nada que ver con el crecimiento económico. ¡Es la cultura política, estúpido!
Maestro de la política, López Obrador se está convirtiendo de más en más en el símbolo de los despojos sufridos por el pueblo de México. La caricatura de su presidencia legítima podrá hacer reír a sus enemigos, pero transmite un coraje que reivindica las muchas derrotas que han sufrido sus partidarios.
Es todavía mejor que el subcomandante Marcos, pues éste representa a los grupos indígenas, sin serlo él mismo, mientras que López Obrador encarna personalmente la derrota de una política que apostó por los pobres sin esconder nunca la cara. Y al contrario de Marcos, mientras más duros han sido los ataques de sus opuestos, más visibilidad ha ganado y mejores cuentas le ha rendido a sus partidarios. ¿No era su lema político, acaso, el de la honestidad valiente?
De otro lado, está el sentimiento de culpa de buena parte de la clase política y empresarial del país. Nadie se atreve a decir cosas políticamente incorrectas (aunque intenten hacerlas). Por ejemplo, que la privatización de Pemex podría traer capitales y negocios nuevos a México, a cambio de romper el símbolo inequívoco de la soberanía revolucionaria.
Quien lo dijo fue el presidente Lula, con la confianza de quien tiene la conciencia tranquila y grandes éxitos con el uso de energía alternativa. Pero en México, ni siquiera la derecha más recalcitrante se anima a publicar lo que piensa y dice en privado. Por eso la privatización se ha vuelto una palabra maldita, confirmando sin duda que López Obrador está situado en el punto correcto: si nadie se atreve a decirla, es porque algo malo debe tener.
La estrategia seguida para defender la reforma, además, apunta solamente a los entendidos. ¿Pero cuánta gente comprende los dilemas tecnológicos y financieros que envuelve la iniciativa presidencial? Como si lo dijera Casandra, mientras más grita menos se cree.
No es privatización, pero los particulares podrán invertir en refinerías, transporte, sistemas de ductos y distribución de petróleo y de gasolinas. No habrá inversiones privadas, pero sí habrá contratos multimillonarios para explorar donde Pemex jamás ha llegado. No habrá acciones en bolsa, pero sí habrá “bonos ciudadanos” que ofrecerán mejores rendimientos que el banco.
No es necesario añadir más para despertar las sospechas de siempre: si no hay cambios de fondo, ¿para qué entonces tanta complejidad? López Obrador tiene una sola respuesta: porque nos están dando gato por liebre. Y esto sí lo entiende cualquiera, aunque haya reprobado matemáticas y español durante toda su vida.
El PAN y el PRI tienen los votos indispensables para reformar el marco legal, y probablemente lo hagan tras eliminar la privatización de refinerías y de los sistemas de distribución del petróleo o sus derivados. Seguramente será una buena noticia que Pemex gane autonomía de gestión, mayor vigilancia pública y se desprenda, ojalá, de las rémoras administrativas, burocráticas y sindicales que la han convertido en una empresa tan pesada como corrupta. Pero eso no significará la derrota automática del movimiento rebelde de López Obrador y sus seguidores. Podrán sacarlos de la tribuna legislativa, que está convertida en un campamento. Pero les habrán dado otro triunfo para su cuenta heroica.
Con todo, la batalla en la que estamos metidos habrá de seguir su curso. ¿Qué sigue? Cualquier cosa que suene a nuevos despojos. Hasta que estalle o hasta que entiendan.

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