viernes, agosto 25, 2006

SIN SALIDA II

Hace unos días escribí aquí mismo (SIN SALIDA) que el empecinamiento de AMLO por obtener la presidencia de la República dejaba poco o ningún margen para la negociación política. A partir de entonces la situación se ha enconado: por una parte, Andrés Manuel se prepara ya, en el mejor estilo del siglo XIX, a proclamarse (con el voto por aclamación de los Convencionistas) presidente legítimo de México. Por el lado de enfrente, Fox declara ganador a Felipín y provoca diciendo que el conflicto postelectoral en México se reduce a una calle. Y mientras tanto la situación en Oaxaca se agrava cada vez más, el narco sigue desatado asesinando rivales, policías y jueces, y el país entero está al pendiente de la saga de los pescadores náufragos.

En ese marco tan revuelto me parece muy útil como elemento explicativo de lo que está ocurriendo el análisis publicado por Lorenzo Meyer ayer en Reforma. Por eso lo transcribo a continuación:

Claves

Desde el México inconforme, la gran movilización electoral terminó en inmovilidad. Por eso han perdido confianza en el entramado institucional


Incomprensible o inaceptable

Para algunos que observan al país desde arriba, la parte de abajo resulta políticamente incomprensible ("se volvieron locos", "siguen a un mesiánico"). Para otros que lo ven desde abajo, la parte de arriba resulta inaceptable ("corruptos sin llenaderas"). Cada vez más, "el otro" ya no es el opositor con el que se tiene y se debe negociar, sino un enemigo a destruir.

Clásico

Dar con una explicación clara y general sobre la naturaleza de la actual coyuntura política mexicana y hacer algún tipo de predicción en torno a su evolución es muy difícil. Justamente como consecuencia de esta gran incertidumbre, hay necesidad de, al menos, intentar un principio de explicación: algunas claves o hipótesis.

En situaciones como la actual, un buen punto de partida es volver la mirada hacia "los clásicos", hacia obras que han pasado la prueba del tiempo. Hace cuatro decenios Pablo González Casanova hizo un notable esfuerzo teórico por descifrar la naturaleza íntima del sistema autoritario posrevolucionario para concluir con un ramillete de propuestas que podía enfilar al país en una dirección positiva.

En su La democracia en México (1965), don Pablo, tras hacer un notable esfuerzo por localizar y explicar las principales variables del sistema, remató con una serie de consideraciones normativas. El objetivo era llevar a los barones del "partido dominante" a concluir que si, desde arriba, iniciaban un proceso de democratización, éste terminaría por beneficiarlos pues podrían cegar los veneros de una futura violencia política y social. El rechazo a su propuesta tuvo consecuencias negativas que todos conocemos. No podemos darnos el lujo de repetir el error.

Definición

Desde luego que los responsables del gobierno actual -el Presidente y todo su círculo de colaboradores- lo mismo que el resto de la élite del poder -los grandes empresarios nacionales y extranjeros, los dueños de los medios, los dignatarios eclesiásticos, Washington-, pueden asegurar que el avance en la democratización es la característica política central de México. Pueden señalar que la extensión y profundización de la democracia política mediante elecciones competidas, libres, imparciales y ciertas, es ya un hecho. En contraste, la oposición de izquierda niega la existencia o significación de tal proceso porque, en su implementación, lo califica de tramposo e inútil y manifiesta su descontento con marchas y plantones. Hoy izquierda y derecha se acusan de una mala fe del tamaño de una catedral.

Una forma de superar una visión tan polarizada y organizar la discusión para encaminarnos por el camino adecuado, es partir de definiciones que valgan de guía para explorar la entraña de la política mexicana. La definición más simple de democracia, aquella que se centra y se queda en la formalidad de elecciones libres, equitativas y justas, sirve hoy de poco. Si se quiere avanzar en la comprensión de la crisis actual, lo mejor es optar por una definición de más calado, con indicadores más adecuados a nuestra propia historia, como es la que González Casanova propuso en la obra ya citada: "la democracia se mide por la participación del pueblo en el ingreso, la cultura y el poder, y todo lo demás es folklore democrático o retórica" (p. 224).

Ingreso, cultura y poder

El INEGI ya tiene los resultados de la última encuesta de ingreso gasto de los hogares mexicanos, pero ha retrasado su divulgación sin causa justificada. En tales condiciones, sólo queda recurrir a la encuesta del 2004, ésa que nos dice que el 50 por ciento de las familias mexicanas menos favorecidas viven con apenas el 19.3 por ciento del ingreso disponible en tanto que la otra mitad, la afortunada, se queda con el 80.7 por ciento. Así, la igualdad que implica la democracia política y que, supuestamente, sólo se expresa en las jornadas electorales, contrasta brutalmente con una desigualdad social que se vive todos los días y en todos los ámbitos. Aquí hay ya material para entender por qué el fenómeno político se ve de manera tan diferente si el observador se coloca a la derecha o a la izquierda.

Según la definición de González Casanova, el alma o columna vertebral material de la democracia mexicana simplemente no existe. Los programas contra la pobreza -Pronasol-Progresa-Oportunidades- han evitado que las consecuencias de tamaña desigualdad lleguen a los extremos a los que empuja el mercado, pero la desigualdad misma, por definición antidemocrática, no se modifica sino que únicamente se administra.

La segunda variable, la distribución de los bienes culturales en su sentido más amplio y complejo, no se presta fácilmente a medición. Sin embargo, los indicadores más evidentes -los de educación- refuerzan el diagnóstico de una realidad antidemocrática. En un estudio del Banco Mundial se muestra que en 2004 el 50 por ciento de los mexicanos menos afortunados tenían un promedio de educación formal de 5.4 años en tanto que la otra mitad lo tenía de 9.2 años y si el contraste es entre el 10 por ciento más pobre y el más rico, la diferencia es la que hay entre 3.7 y 12.6 años (Descentralización y entrega de servicios para los pobres, 2006, p. 52). Otro estudio encontró que, en la actualidad, el 63 por ciento de los jóvenes de entre 15 y 18 años ya no están en el sistema de educación media superior (Milenio Diario, 21 de agosto), situación que, entre otras cosas, refuerza la desigualdad social, pues la diferencia entre el ingreso promedio de aquellos que cuentan sólo con educación secundaria y los que concluyeron la educación superior, es de 66 por ciento (PNUD, Informe sobre desarrollo humano. México 2002 [México, 2003, p. 97]). Encima, la calidad de la educación que se ofrece a las mayorías deja mucho que desear, como indica el que, en una comparación hecha entre los alumnos de secundaria de 40 países, los mexicanos ocuparan el último lugar (Sergio Aguayo [ed.], México en cifras, 2002, p. 84).

¿Y la participación real del pueblo en el poder? En realidad, ésta se reduce al proceso electoral. Sin embargo, es claro que un grupo significativo sigue al margen incluso de la participación formal pues ni siquiera se acerca a las urnas. Por otro lado, la Tercera encuesta nacional sobre cultura política y prácticas ciudadanas de Segob nos dice que en el 2005 apenas el 31 por ciento de los ciudadanos calificó a México como una democracia, sólo el 26 por ciento se declaró satisfecho o muy satisfecho con ella y menos de la mitad (41 por ciento) consideró que los ciudadanos influyan mucho en el proceso político.

En ausencia de instrumentos como el referéndum, el plebiscito, la consulta popular o las candidaturas ciudadanas, el ejercicio del poder está capturado por la clase política, por las oligarquías de los partidos y por los poderes fácticos. El grueso de los mexicanos realmente tiene poco que decir sobre el ejercicio efectivo del poder.

El meollo del problema

La definición formal de democracia permite tener una visión más o menos optimista de la evolución de México en este campo, pero no la sustantiva, la de González Casanova. Y es quizá en esta contradicción donde se puede encontrar un principio de explicación de la crisis postelectoral en que está sumido el país.

Tras la larga y dura batalla librada por las fuerzas democráticas de 1968 al 2000, se logró hacer realidad la igualdad política formal, aunque de manera deficiente, incluso en sus propios términos, pues el actual conflicto postelectoral ha mostrado, entre otros indicadores inaceptables, la existencia de casillas que tienen más votos que las boletas que oficialmente fueron entregadas.

Sin embargo, esa igualdad formal contrasta, y mucho, con la desigualdad real. De ahí la gran frustración y el enojo de una buena parte de los que votaron por la izquierda, pues ese grupo encuentra inaceptable un sistema que por un lado alienta su participación como votante pero por otro, y mediante lo que ve como manipulación y fraude, termina por legitimar un statu quo que impide acceder a eso que se ha definido como la "ciudadanía social" y que es justamente lo que implica la definición de democracia propuesta hace 40 años por González Casanova.

Desde el México inconforme, la gran movilización electoral terminó en inmovilidad. Pero no todo sigue igual: para los insatisfechos se ha perdido la confianza en un entramado institucional que tanto tiempo, sacrificio y recursos costó. La naturaleza del futuro político inmediato depende en buena medida de la acción de los inconformes, pero nadie sabe, ni ellos mismos, cómo, hacia dónde y hasta dónde se van a mover en su desafío al México que sí acepta la distribución del poder y el proyecto que oficialmente salió de las urnas el 2 de julio. El signo de los tiempos es la incertidumbre.


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miércoles, agosto 23, 2006

Elecciones concurrentes en Michoacán

El gobernador Lázaro Cárdenas Batel firmó junto con los representantes del poder Legislativo y de los partidos políticos PRD, PAN, PRI, PT y PVEM el acuerdo para impulsar una reforma constitucional y legal en materia electoral en el que se propone empatar las elecciones locales y federales en una misma fecha.

El acuerdo compromete a los firmantes a instrumentar, en su ámbito de acción, lo necesario para realizar de inmediato las reformas a la Constitución Política del Estado y a las leyes correspondientes, a fin de lograr la concurrencia de las elecciones locales.

De concretarse la reforma se podrá: regular lo relacionado con las precampañas; reducir, en lo general, los tiempos del proceso electoral; acortar los periodos de campaña de todas las elecciones, y el periodo entre la elección y toma de posesión, entre otras cuestiones.

El objetivo es que la concurrencia de los comicios federales y locales propicie una mayor y mejor preparación de los procesos electorales evitando a la sociedad el desgaste y la eventual afectación o la parálisis de acciones gubernamentales y legislativas.

El acuerdo busca hacer más largos los períodos entre una elección y otra. Y, por otra parte, elevar la garantía de limpieza y eficiencia operativa de la organización electoral y disminuir así el costo de las elecciones haciendo un gasto más eficiente de los recursos disponibles, además liberar al poder público de espacios, tiempos y dinero para la formulación, ejecución y vigilancia de las políticas públicas.

Asimismo se pretende que las campañas electorales se desarrollen simultáneamente y bajo marcos legales compatibles, que las elecciones federal y estatales cuenten con mejores condiciones para las labores de fiscalización, y para la asignación de lugares de uso común en dónde fijar la propaganda electoral, administrar del acceso a los medios de comunicación, el monitoreo de los propios medios, la atención de quejas administrativas y la resolución de medios de impugnación.

Para ver el texto completo del Acuerdo dar click aquí.

El jardinero Fox

A continuación reproduzco el artículo (o más bien la disección) publicada hoy por Raymundo Riva Palacio en El Universal.
El jardinero Fox

Por más apologistas en su entorno, difícilmente será recordado como un estadista, y sí como un hombre que consumó el desgobierno

V icente Fox será seguramente recordado como un Presidente mediocre, incompetente, ignorante, dopado muchas veces con antidepresivos y manejado por una mujer tan ambiciosa y dominante que cuando se volvió un riesgo para el Estado por su intromisión en la vida pública desde su cargo de jefa de prensa de Los Pinos, no se le ocurrió algo mejor que casarse con ella. Fue una desgracia histórica que en el momento más delicado de la construcción democrática de México, quien estuviera a la mano para recibir el respaldo por el desprecio a la hegemonía priísta de 70 años fuera Fox. No estuvo a la altura, salvo como un gran jardinero de la política: todos los conflictos le crecieron.

Su miopía, impregnada por las buenas intenciones de las cuales también está pavimentado el camino al infierno, hizo resucitar al EZLN y, contraviniendo la Constitución, le otorgó un salvoconducto para que se fuera a pasear por el territorio nacional, haciendo caso omiso al cejo fruncido de los militares, que a diferencia de él, sí recordaban que le había declarado la guerra al Estado mexicano. Fox volteó hacia ellos para perseguirlos, por el negro episodio de la llamada guerra sucia, lo que lo llevaría a una situación particular con las Fuerzas Armadas, que lo siguen respetando como institución, pero que no parecen otorgarle el mismo trato como político.

Fox violó la Constitución permitiendo el libre paso a un grupo armado, sin resolver jamás el conflicto en Chiapas que ofreció componer. En cambio, en su jardín proliferaron municipios autónomos zapatistas, donde la gobernabilidad -seguridad y cobro de impuestos, por ejemplo- estaba en manos de un grupo armado. Un puñado de macheteros en San Salvador Atenco, cuyos problemas de expropiación de tierras para construir un nuevo aeropuerto jamás encontraron la salida, crecieron a miles de puños que le echaron para abajo su principal obra sexenal y dieron nacimiento a otro foco de ingobernabilidad a 32 kilómetros del corazón político nacional, donde convergieron los zapatistas con varios de los grupos extremistas más beligerantes hoy en día.

Es exactamente lo mismo que ha sucedido en Oaxaca. Un conflicto magisterial -donde la solución era federal, no estatal-, combinado con la prepotencia del gobernador Ulises Ruiz y la inacción del gobierno de Fox, ha convertido su capital en zona de subversión abierta. Grupos guerrilleros y radicales, junto con maestros y organizaciones sociales y políticas, tomaron la capital y hacen lo que desean ante las miradas de las autoridades que se siguen echando en cara sus responsabilidades. Tomada la capital desde hace semanas, Fox sigue en su fase autista. Mientras Oaxaca capital se incendiaba el lunes, con estaciones de radio tomadas, con disparos y fuego, amenazas y secuestros, Fox lucía muy presidencial homenajeando a Chespirito, su cómico de cabecera, reconociendo que él siempre se va a la cama temprano. Nada le altera el sueño a un Presidente de ornato cuando de gobernar se trata. A los rebeldes en Oaxaca se les podía aplicar la ley y fincarles responsabilidades por sedición y motín, cuando menos. ¿Pero quién es el guapo que aplicará la ley?

Nadie, por supuesto, en esta combinación perniciosa de la dialéctica. A principios de sexenio encuestas de la Presidencia mostraban que el 80% de los mexicanos se oponían al uso de la fuerza por parte del gobierno bajo cualquier circunstancia, demostrando que la cultura mexicana sobre el uso legítimo del gobierno para emplear la fuerza, estaba muy lejos del horizonte. En la actualidad, 60% sigue pensando lo mismo, lo que sigue mostrando que una acción de fuerza por parte de la autoridad siga demasiado lejos de la legitimidad y muy cerca de la acusación de represión. Se necesita quizás una nueva generación de mexicanos para que esa correlación se modifique, pero, sobre todo, falta un gobierno que contribuya a ello. El de Fox ha sido lo contrario.

Fox siempre se ha mantenido en la confusión del ignorante. Presidencia no es igual a autoritarismo, como ha dicho, como tampoco la exigencia de que gobierne con orden es una añoranza de tiempos pasados. Autoritarismo es el manejo discrecional de la ley, como en el caso del EZLN, o la no aplicación, como en el caso de la insurrección en Atenco. Autoritarismo es dedicar los recursos del Estado para castigar a un opositor incómodo, como fue Andrés Manuel López Obrador cuando quería destituirlo como jefe de Gobierno del Distrito Federal y llevarlo a la cárcel por desacato a la ley. O también, en episodios no vistos en los regímenes burocráticos-autoritarios del PRI, aprobar gabinetes metalegales para que su esposa Marta Sahagún pudiera diseñar su propia política social, teniendo como siervos a los secretarios de Estado del ramo. Fox fue muchas veces desplazado -por voluntad propia- por ella, quien se encargaba de gobernar, sabiendo políticos y empresarios que era la señora, no el Presidente, quien decidía y concretaba las cosas. Pero ella no es nadie, en términos legales, con lo cual su acción directa en los asuntos de la nación es absolutamente ilegal e ilegítima.

Fox nunca fue material presidenciable. Se han cansado sus cercanos de asegurar que es diferente, coloquial y hasta rudimentario, pero un buen tipo, lleno de buenas intenciones. Que no es tan retrógrada, como algunos piensan, sino profundamente tolerante y demócrata, que no es tonto sino listo, que no es miope sino con visión de largo alcance. Que habla mucho, sí, pero que eso es refrescante en la Presidencia del cambio. Ésta, definitivamente, sí ha sido distinta. Un Presidente sin ambición de poder -cómo le hizo falta leer a Michel Rocard-, depresivo durante la mayor parte del sexenio, con un mundo diferente al real, se volvió dependiente de la señora Sahagún, y la defendió a ella y a su familia hasta la ignominia, jurando sobre su Biblia que sus hijos políticos no son lo corruptos que muchos perciben, y que ni ellos ni su madre chantajearon a nadie, sino que son producto de una cultura del esfuerzo. Paradojas del México actual, sigue manteniendo altos índices de popularidad, deslindándolo por completo la gente de que, además de buen tipo, tendría que haber sido un gobernante eficiente.

Oaxaca es la última expresión de su incompetencia, de la incapacidad de su gobierno en el difícil arte de la política y de la construcción de acuerdos. Las semillas que sembró el jardinero Fox dejaron rencor y encono. El país no se ha caído en pedazos porque en realidad no lo gobierna. El Presidente que debería haber sido de todos los mexicanos, no lo fue. Destinado para construir, demolió. Él, quien debía haber creado las condiciones para que el fin de su sexenio fuera un refrendo de la democracia, cimentó las necesarias para derruirlas. Afortunadamente ya se va. Y pese a él, es difícil que en los 99 días restantes termine con la nación.

lunes, agosto 21, 2006

SIN SALIDA

La posición adoptada por AMLO, la de asumirse como la encarnación del bien (véase su llamado a purificar la política nacional, término que conlleva una gran carga religiosa y que según una de las acepciones del DRAE significa: Acrisolar las almas por medio de las aflicciones y trabajos) y su absurda determinación de castigar a la ciudad que más votó por él, no han hecho sino alejarme cada vez más de él. Si ya en noviembre había expresado mis desacuerdos con él (ver en este link ¿Por quién voy a votar?) hoy no me queda sino corroborar que mis temores se volvieron realidad, pese a que el 2 de julio voté por él para presidente de la República.

Pero las siguientes cuestiones son las que marcan mis divergencias con AMLO:

Considero que el único responsable de la derrota es él porque:
  • quien se asumió como presidente antes de las elecciones fue él;
  • quien no confió en la estructura del PRD para vigilar las elecciones fue él;
  • quien permitió que militantes de años fueran sustituidos por las redes ciudadanas fue él;
  • quien invitó a priistas de la peor calaña (Guadarrama, Sabines, etc.) fue él;
  • quien agandalló al partido y no permitió elecciones internas para elegir candidatos fue él;
  • quien marginó a Cuauhtémoc Cárdenas fue él;
  • quien decidió la estrategia de campaña fue él;
  • quien decidió no presentarse al primer debate fue él;
  • quien determinó no responder a la guerra sucia del PAN con oportunidad fue él;
  • quien determinó no impugnar a tiempo ante el TEPJF (porque estaba seguro del triunfo) las ilegales intervenciones de Fox y del CCE fue él;
  • quien insultó y provocó a los banqueros fue él;

Y por favor no se piense que estoy defendiendo ni a Fox, ni a los empresarios, ni a los banqueros, ni mucho menos a FeCal: creo que representan lo peor de la sociedad mexicana. Lo que digo es que la soberbia y el iluminismo de AMLO lo condujeron a la derrota. Que por estrategia política no debió abrir tantos frentes en la campaña y unir a tantos y tan poderosos enemigos en su contra. (Lo que seguía aquí se borró por andar experimentando con el nuevo Internet Explorer 7 y ya me da flojera seguir tratando de reconstruir a estas horas; luego continuaré).

(continúa)

El asunto es que, según todos los indicios, la coalición Por el Bien de Todos perdió el 2 de julio. Y titulé a este post Sin Salida porque precisamente no alcanzo a vislumbrar cuál puede ser una posible salida negociada a este conflicto. La ruptura de AMLO con la institucionalidad (véanse sus discursos de los últimos domingos, desde el 30 de julio cuando determina establecer el plantón y el bloqueo vial hasta el de ayer, en los que descalifica al TEPJF aun antes de conocer su determinación, lo que seguramente se deriva del hecho de que sabe que sus impugnaciones no son suficientes para revertir el resultado original) y el hecho de que su movimiento haya pasado de la vía jurídica a la lucha social, ha polarizado aún más la situación en el país. Y en el lado de enfrente las cosas van igual o peor: por una parte, nuestro mayor comediante, el presichente Fox (quien se sospecha -Jairo Calixto dixit [creo]- que será contratado por los Mascabrothers a partir de diciembre para no desperdiciar tanto talento) continúa con sus provocaciones (¡no jueguen con fuego!) y asumiéndose como el líder de los pacíficos; Felipín preparando su gabinete y reuniéndose con los grupos que votaron por él, con los que se siente cómodo, manteniendo un bajo perfil (que es el que de acuerdo a su personalidad y su trayectoria le corresponde); Espino regándola como de costumbre y siendo pillado en varios asuntos con los dedos en la puerta. Lo notorio es que finalmente los grandes consorcios de comunicación salieron del closet y asumieron la postura que siempre mantuvieron en el fondo de sus corazoncitos: la descalificación de AMLO y de los plantones, la defensa a ultranza del IFE y de ¡un millón de ángeles que cuidaron de las elecciones! Y si a ello contribuyen los bloqueos viales que causan irritación y molestias a cientos de miles de ciudadanos, tenemos la explicación del festín anti Peje que se ha vivido en las últimas semanas en las grandes televisoras (con las excepciones de siempre).

¿Cómo veo la situación? Muy enredada. Del lado de la coalición, AMLO y su fundamentalismo, y muchísima gente muy enojada, sintiendo que, una vez más, fueron víctimas de un fraude. Se trata, esencialmente, de personas que tras 25 años de neoliberalismo, globalización y TLC no tienen un presente decoroso ni un futuro digno. Y que pensaban que AMLO significaba su última oportunidad. Además, de este lado están también los acelerados de siempre; aquellos que plantean que ha regresado la hora de las armas, de dar hasta la vida por nuestro líder. El peligro es que en un momento lleguen a rebasar al propio líder y caigan en actos de provocación. Por el otro, una derecha ensoberbecida, segura de que su pelele tomará posesión el 1 de diciembre, y que confía en la fuerza de las armas y de su gran aparato de propaganda para justificar la represión de los nacos y los pelados, que no saben respetar a las instituciones. En ese marco se inscribe, creo yo, el experimento de la semana pasada en el Congreso, en que las fuerzas de la coalición pusieron a prueba a la PFP y al Estado Mayor Presidencial, como para irle tanteando el agua a los camotes. Lo que no veo, al menos hasta ahora, es que nadie esté negociando una salida política. Eso es lo preocupante.

miércoles, agosto 02, 2006

Empieza el deslinde: carta a AMLO

Si en el artículo de D. Dresser que aparece abajo ella se lamentaba de no estar más al lado de personas admirables como Monsiváis, Poniatowska, Scherer, entre otros, lo insensato de los bloqueos viales en la ciudad que votó mayoritariamente por la opción perredista ha empezado a generar el rechazo de intelectuales como Monsiváis y Rolando Cordera, quienes en carta a La Jornada (Agosto 1, 2006) expresan su oposición a tal medida. Otros, como Marco Rascón, siguen fundamentando su rechazo a considerar a AMLO y al PRD como los abanderados de la izquierda y en un artículo que me parece muy lúcido señala los errores estratégicos que está cometiendo el fundamentalista tabasqueño. (ibid). Por otra parte, Julio Hernández López da muestras de un radicalismo infantil (comparable al de AMLO) al decir en su artículo del mismo martes cosas como que el plantón es un avance hacia escalones más altos de la lucha social (¡¡¡ ojalá no lleguemos a subir esos escalones!!!). A continuación transcribo estas notas:

Carta a AMLO

Estimado Andrés Manuel López Obrador: El plantón emprendido por la coalición Por el Bien de Todos, declarado por usted, es una protesta justa, pero no puede ni debe convertirse en un agravio para la ciudad de México al transformarse en un bloqueo de vialidades públicas y afectar a tantos. El bloqueo, no el plantón, es un hecho de insensibilidad profunda que lastima una causa que es de muchísimos. ¿Cómo se puede presionar a los poderosos con algo que en primera y última instancia perjudica a las clases populares? ¿Cuál es la lógica de estos campamentos sobre el arroyo vehicular que provocan tanta indignación?
Como dice muy bien el editorial de La Jornada, "esta forma de lucha sería inobjetable y legítima si la presencia de los manifestantes se limitara a aceras, camellones y áreas no vehiculares, y no impidieran el libre tránsito a los ciudadanos. Pero la colocación de los campamentos en las vialidades constituye, además de un error político que dará munición a los críticos del movimiento y les enajenará voluntades y simpatías ciudadanas, un atropello a los derechos de terceros que deben ser tutelados y garantizados por el gobierno capitalino".
Si no quieren desvirtuarse, las causas legítimas y legales no deben imponerse sobre una ciudad y sus habitantes, y es injusto lastimar primero a los capitalinos, y sus autoridades, y dejar para más tarde la confrontación con los responsables de ese magno fraude que se inició con el desafuero. No le hallamos sentido a esta agresión deliberada a los derechos de trabajadores, automovilistas, pasajeros y choferes de autobuses y taxis. No vemos de qué modo se avanza en la justicia electoral si en el camino se ofende sin razón a una sociedad. No se puede reducir un movimiento nacional a un problema grave de vialidad. No se puede dejar en segundo plano la marcha más grande de la historia de la ciudad de México.
Insistimos: el plantón no es la afrenta, sino el estrangulamiento de calles y avenidas.
Atentamente:

Rolando Cordera, Carlos Monsiváis, Adolfo Sánchez Rebolledo y Jenaro Villamil

Marco Rascón: El discurso de lo cuantitativo
En doctrina de contrainsurgencia se dice "subirle de calor al horno", es decir, extrapolar las tendencias y llevar una situación a que haga implosión por ella misma con base en sus errores. Situación semejante fue la que constituyó una provocación al movimiento estudiantil de 1968, cuando en el mitin del 28 de agosto Amado Sócrates Campos Lemus pidió en un albazo y golpe de micrófono que se "quedaran en campamento en el Zócalo", justificando la represión del ejército y los actos gubernamentales de "desagravio al asta bandera" organizados por el regente Alfonso Corona del Rosal. Ahí mismo, desde el mitin, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) reaccionó a la provocación de Campos Lemus y llamó a regresar a las escuelas. Campos Lemus era agente gubernamental y pretendió subirle el horno al movimiento.
Felipe Calderón y el panismo han de estar felices con este llamado a instalar 37 campamentos, que ya desde la llamada tercera asamblea fueron la estructura que se impuso desde Chapultepec hasta el Zócalo y con bloqueos hechos con camiones, contingentes y pantallas gigantes, distribuidas y rigurosamente controladas a lo largo del recorrido Chapultepec-Zócalo.
Por tercera ocasión poselectoral, Andrés Manuel López Obrador ha sido víctima de su propio discurso "contra los que se rajaron en 1988". Su aumento gradual de "resistencia civil" podría coincidir con el "subirle calor al horno" si comete el error de no acompañar la medida con una salida política, más allá de la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), el cual es previsible en 99.9 por ciento que ratificará el resultado reportado por el IFE. ¿A qué llamará López Obrador una vez que el TEPJF declare a Felipe Calderón "presidente electo"?
La medida tomada carece de una visión estratégica del momento poselectoral, hablando en términos políticos y programáticos, que haga valer la fuerza expresada en las urnas y en las calles para impedir las reformas neoliberales de tercera generación, como es la privatización de la energía e impedir una reforma fiscal de corte oligárquico, así como reformas educativas, económicas y sociales conservadoras. El discurso de anteayer no hace valer la fuerza en las urnas y no convence a otros sectores para sentar a Calderón y a todas las fuerzas políticas a debatir y procesar un nuevo proyecto constitucional y las reglas políticas para el futuro. Así, se repetirá el error de los diputados al inicio de la actual legislatura, cuando se dejó al PRI y al PAN elegir solos y a su conveniencia a los consejeros "ciudadanos" del actual IFE.
Víctima de su "radicalidad", López Obrador propuso una medida que es subir para abajo, bajo el discurso de lo cuantitativo, sin menaje para el país, luego de haberse considerado presidente de México y diciendo centralmente que "somos el doble de la otra manifestación".
Con esta subida de calor al horno se aísla y deja afuera su fuerza política del momento, donde podrían estarse definiendo las reglas y condiciones de México hacia el futuro. Es el mismo error que cometió en 1999 el Consejo General de Huelga al tomar el Periférico.
El discurso de lo cuantitativo lleva la movilización del Zócalo a un callejón sin salida: el TEPJF se tomará su tiempo, pero mientras habrá una demostración de debilidad y de confrontación con la ciudadanía por razones de cotidianidad. Luego de la resolución del TEPJF sobrevendrá una gran frustración.
Si la derecha está en el PAN, la contrainsurgencia priísta anidó en el PRD con una carga adicional: la factura se la pasarán a la izquierda, que hoy navega a la deriva en el mar de las decisiones lopezobradoristas, mientras guarda un silencio ominoso tras lo dicho por el periódico francés Le Monde de que "Marcelo Ebrard es el nuevo representante de la izquierda mexicana", cuyo discurso el domingo pasado en el Zócalo se concretó a pasar lista a diputados, senadores, jefes delegacionales y asambleístas "electos" a manera de legitimar y separar del escenario del fraude a la estructura conformada por los grupos y corrientes que hoy, al igual que él, viven no una derrota, sino sus victorias personales.
Jesús Reyes Heroles, jefe de la contrainsurgencia, decía: "lo que resiste apoya", y luego de que para el sector más derechista del país Vicente Fox fue un débil que se dobló frente a López Obrador en el tema del desafuero, hoy Felipe Calderón se fortalece como el líder que esperaban los conservadores.
La tarea para la contrainsurgencia no es solamente hacer uso de la represión, sino conducir a la frustración, la debacle, el descrédito. La falta de memoria, el desprecio de la historia y las experiencias, la negación a defender no sólo el voto para presidente, sino las razones y motivos para votar por una opción que debería ser considerada programáticamente diferente, hacen que esta movilización, en vez de demostrar fuerza, exprese debilidad y aislamiento político.
Una sugerencia a los animadores: no atacar mucho a Ugalde, a Elba Esther o a López Dóriga, pues en seis años podrían ser candidatos del PRD al Senado o a una diputación u ocupar la posición que hoy ostentan Núñez o Monreal.

Julio Hernández López: Astillero (1 de agosto)
Difícil, rasposa y controversial , la toma del asfalto más preciado del país es una confirmación de que el movimiento de defensa del voto ciudadano no está dispuesto a venderse o a entrar en negociaciones turbias de las que el líder actual salga convertido en héroe cívico a conveniencia de los intereses que decía combatir. Hay una definición (un deslinde, un despunte) que va más allá de lo electoral y lo partidista, y por ello es que en principio esa determinación de dar pasos firmes hacia delante crea conflicto y confusión en quienes pudieran haber creído que ganar el poder para un proyecto distinto (con todo y sus múltiples y densas contradicciones y errores) sería un simple picnic electoral a cuyo final los poderes confabulados aceptarían por las buenas su derrota y transferirían, con estilo suizo, el gobierno al contrincante estigmatizado.
Siendo un reto a lo establecido y, en el fondo, un avance hacia escalones más altos de la lucha social, el movimiento tendido desde el Zócalo hasta la Fuente de Petróleos generará una reacción más encendida y peligrosa de esos intereses dominantes que se sienten íntimamente agraviados por el plantón popular (...)

AMLO toma la ciudad de México

Antier, tras la tercera marcha (o “asamblea informativa”), AMLO le pidió a la gente instalar 47 campamentos permanentes: 31 en el Zócalo (uno por cada entidad federativa) y 16 (uno por cada delegación del DF) a lo largo del Paseo de la Reforma, desde la Fuente de Petróleos, pasando por Av. Juárez, hasta el Zócalo. Las consecuencias inmediatas: una, ante la noticia de los plantones y el previsible caos en que sumirían a la ciudad, en los medios se perdió la resonancia que pudo tener el haber reunido a más de un millón de personas otra vez; dos, AMLO parece haber roto definitivamente con la institucionalidad, al descalificar en su discurso de ayer a los miembros del Tribunal Electoral. Por eso me parece oportuno citar in extenso a Denise Dresser, que la semana pasada escribió este artículo en Proceso
Cuando éramos huérfanos
Siempre me ha gustado vivir en México. Todos los días doy gracias por vivir en un país con tanta belleza, con tanta historia, con tanta cultura, con tanta vida, con tanta dignidad. Lo digo cada vez que puedo: Amo a México con un amor perro. Amo sus olores y sus sabores, sus regiones más transparentes y sus rincones más oscuros, sus volcanes y sus valles y todo lo de en medio. La vida en México para una persona de clase media alta como yo es, en muchos sentidos, envidiable. Vivo en una casa rentada y muy linda; mando a mis hijos a una escuela privada y no excesivamente cara; soy dueña de dos autos usados y en buena condición; vivo de mi trabajo y puedo mantener a mi familia con él; empleo a un par de personas que ayudan en casa y me alcanza el sueldo para pagarles; tomo vacaciones anuales y estoy ahorrando para asegurarle una educación universitaria a mis hijos. Tengo la vida que siempre he querido, llena de ideas, libros, arte, alumnos, amigos, la oportunidad de escribir en Proceso y una profesión socialmente útil. Este país me la ha dado.
Soy producto de la movilidad social que aún existía en los sesentas cuando nací. De beca en beca obtuve una buena educación y con ella he ido ascendiendo la escalera social. En un país con cuarenta millones de pobres, soy de las privilegiadas. Aún así, me doy cuenta de manera cotidiana que algo está mal. Y podría usar el lenguaje sofisticado de la ciencia política para explicarlo, pero en esta columna prefiero hablar como simple ciudadana. Algo está mal cuando las personas que trabajan para mí –la nana, el chofer y el jardinero– no tienen ninguna expectativa de ser más de lo que son hoy. Cuando no tienen ninguna posibilidad de aspirar a algo más porque el país no se los ofrece. Cuando sexenio tras sexenio un presidente u otro les da tan sólo más de lo mismo. Cuando saben que la vida de sus hijos será –en el mejor de los casos– una versión facsimilar de la suya. Esa vida precaria, estancada, difícil. La que tantos con quienes comparto el país padecen.
Y por eso el 2 de julio voté por Andrés Manuel López Obrador. Fui de esos votantes indecisos hasta el momento de entrar a la casilla y una vez adentro opté en función de una sola razón: No podía votar por un persona que piensa que el país está bien. No podía votar por un partido que ofrece sólo la continuidad. No podía formar parte de aquellos que piensan que el país funciona aunque para mi lo hace. Ni más ni menos. Pero voté con ambivalencia, porque a lo largo de la campaña siempre pensé que AMLO tenía el diagnóstico correcto pero no las soluciones adecuadas. Que peleaba por una buena causa pero no con armas modernas. Que sabía lo que no funcionaba pero no tenía propuestas coherentes de política pública para arreglarlo. Nunca me convenció la idea de sembrar árboles por el sureste o construir trenes bala. Recuerdo habérselo dicho: “Andrés Manuel, estás ofreciendo pobreza con dignidad. Estás ofreciendo darle a cada mexicano una pala para que construya un segundo piso”. Los pobres merecen y necesitan más.
Aún así pensé que una victoria de AMLO ofrecía la oportunidad para sacudir las cosas; para nivelar el terreno de juego; para pensar en cómo construir un país más justo y menos rapaz. Y López Obrador no me asustaba como asustaba a otros miembros de mi clase social. De hecho en reunión tras reunión, en conferencia tras conferencia, me convertí en su defensora involuntaria. Porque los argumentos sobre su personalidad mesiánica me parecían exagerados. Porque pensaba que a demasiados de sus detractores les salía espuma por la boca. Incluso una semana antes de la elección publiqué un artículo en el Los Ángeles Times argumentando que antes de odiar a López Obrador, las élites económicas y políticas deberían odiar las condiciones que lo produjeron: Un sistema socioeconómico que concentra la riqueza y no tiene ningún incentivo para distribuirla mejor.
Pero desde la noche de la elección miro lo que está haciendo Andrés Manuel López Obrador y me desconcierta. Me preocupa. Veo a un hombre cada vez más combativo, cada vez más confrontacional, cada vez más anti-institucional. Veo a alguien que confirma, paso a paso, todo lo malo que se decía de él. Alguien que habla del “crimen” monumental cometido contra el pueblo de México, pero que no lo ha podido probar. Alguien que un día sugiere fraudes cibernéticos y al otro día aclara que más bien fueron “a la antigüita”. Alguien cuyas posturas poco claras –y con frecuencia contradictorias– me inspiran desconfianza. Porque no puedo evitarlo: Fui entrenada en el doctorado para examinar evidencias, ponderar datos, analizar argumentos. Y los que presenta AMLO hasta hoy para sustentar su caso no me convencen. He leído todos los correos electrónicos sobre el famoso algoritmo y dudo de su existencia; he discutido las irregularidades detectadas hasta ahora y no me parecen determinantes; he escuchado todas las denuncias sobre la “elección de Estado” y no creo que podamos clasificarla así.
Con lo que sabemos hasta el momento, no me parece inconcebible pensar que López Obrador perdió la elección. Por la multiplicidad de motivos que ya conocemos: El voto de miedo, la campaña mediática de Vicente Fox, la compra de publicidad por terceros, el apoyo de gobernadores priístas a Felipe Calderón y los errores que el propio AMLO –aunque se niegue a aceptarlo– cometió. Pero para despejar dudas y rescatar la confianza perdida, he apoyado la propuesta de contar de nuevo, ya sea parcial o totalmente, los votos. Si el recuento revela que López Obrador en realidad ganó, México tendrá que aceptarlo. Y si ocurre lo contrario, también. Esa debería ser la apuesta de todos, pero sobre todo de una izquierda responsable que quiere gobernar al país y no sólo partirlo en dos.
Lo más preocupante es que AMLO no parece estar pensando así. Declaración tras declaración, López Obrador se está radicalizando. Y todo lo que dice sugiere que –en realidad– no está buscando el recuento de los votos, sino la anulación. Ya no busca ganar sino seguir peleando. Ya no quiere que se respeten los resultados “reales” de esta elección sino reventarla. Ya no tiene la mira puesta en las próximas semanas sino en los próximos años. Quiere consolidar su base y ser una fuerza política de largo plazo. Quiere exaltar los ánimos de diez millones de votantes enojados aunque pierda a los moderados que votaron por él. Su papel ya no es seguir las reglas del juego sino romperlas. Su papel ya no es atemperar para gobernar sino azuzar para polarizar. Para ser el presidente moral del sur de México. Para seguir confrontando al resto del país desde allí.
Y ése va a ser un viaje peligroso porque recorre la ruta de la división. Su brújula es la polarización. Su mapa es la radicalización. Su destino es destruir primero para reconstruir después. Entraña incendiar institución tras institución y eso es lo que le está ocurriendo actualmente al IFE. Al actuar como lo está haciendo AMLO, coloca a personas como yo que votamos por su causa en una posición difícil. Pide que dejemos de confiar en todo para tan sólo confiar en él. Pide que formemos parte de lo que José Woldenberg ha llamado una “comunidad de fe”, y dejemos a un lado la razón para pertenecer a ella. Pide que depositemos toda nuestra confianza en un sólo hombre, cuando las democracias reales se construyen precisamente para evitar que eso ocurra. Pide que creamos en la palabra de operadores políticos como Jesús Ortega, Leonel Cota, Fernández Noroña y Martí Batres, cuya trayectoria suscita grandes dudas. Pide que destazemos a la única institución política creíble que hemos logrado erigir, y que nos sumemos a la cruzada para desacreditarla.
Y nos deja con las siguientes preguntas: Si tiramos al IFE por la ventana, ¿Con qué otro instrumento va a contar el país para transferir pacíficamente el poder? Si las elecciones no son confiables nunca, ¿Qué otro proceso funcionará para representar a los ciudadanos? Si el voto no es confiable, ¿No nos queda otro remedio más que renunciar a él? Si quienes están al frente de una institución cometen errores, entonces ¿Hay que descalificarla de tajo? ¿La elección será vista como legítima por el PRD sólo si AMLO es declarado el ganador? Si no es posible creer en nada, ¿No hay otra opción más que creer en López Obrador? Planteo estas preguntas con dolor. De manera apesadumbrada. Veo la certeza que anima las posiciones de apoyo a AMLO que han asumido personas a quienes respeto como Julio Scherer, quienes admiro como Carlos Monsiváis, quienes quiero como Elena Poniatowska, quienes adoro como Eugenia León. He estado a su lado en otras batallas –como el desafuero– y me entristece no poder estar allí, mano a mano, en ésta.
Y me angustia aún más ver que el otro lado tampoco tiene buenas respuestas. Las élites atrincheradas se comportan como siempre lo han hecho: Saboteando, obstaculizando, posponiendo soluciones difíciles a problemas ancestrales. Pagando “spots” para promover sus posiciones aunque constituyan una violación a la legislación electoral. Preservando sus privilegios, blindando sus costos, sacando legislación a modo –como la Ley de Radio y Televisión– y evidenciando todo lo que quieren proteger con ella. Los complacidos y los complacientes. Esos que escuchan los gritos del México que apoya a López Obrador y se tapan los oídos. Esos que miran la radiografía del país partido que esta elección arroja, y creen que bastará ampliar el programa Oportunidades para reconciliarlo. Esos que produjeron a AMLO y hoy no saben cómo lidiar con él.
Ante este escenario es difícil no padecer un sensación de orfandad. De desconsuelo. Ese sentimiento que describe tan bien Kazuo Ishiguro en su novela Cuando Éramos Huérfanos. Esa soledad que produce estar parada en tierra de nadie, entre fuego cruzado, sin complacer a un bando y sin apoyar al otro. Intentando izar la bandera blanca entre las bazucas. Intentando suplantar la incondicionalidad partidista por la reflexión ciudadana. Preocupada por la construcción de un centro vital donde sea posible construir, conversar, reconciliar, institucionalizar. Pelear menos por el poder, y más por formas de compartirlo mejor. Pelear menos por quién ganó la elección, y más por el país herido que ambos bandos están dejando tras de si.
23/07/2006